El siempre inmerecido azote

Sobre la injusticia de algunas vidas

Mi madre nació en el 1932 y mi padre en el 1930, ambos pues criados en la terrible postguerra de las ciudades vencidas.

Tiempos de hambruna, estraperlo, transformar cortinas en pantalones y vete a saber cuántas penurias que no nos confesaron.

Con 16 años, por primera vez que mi madre fue a un envelat  (baile popular en entoldados callejeros), conoció a mi padre… y hasta hoy.

Nos tuvo a mi hermano y a mí, y poco más ha hecho en su vida al margen de cuidar casa, marido, padres y criar a sus hijos (lo sé, no es moco de pavo).

Pocas alegrías y muchos ‘follones’ como ella decía.

No siempre he sido la persona centrada y conformista que ahora soy, no se lo puse fácil.

Hace cinco años, mi padre me llamó diciendo que ella no había llegado a casa de un familiar con el que había quedado.

¡Nunca había pasado nada parecido!, era mi madre ante todo muy formal.

Cogí el coche y recorrí los 50 kilómetros hasta Barcelona, en tiempo record.

Cuando llegué, ya estaba todo resulto, mi madre estaba en casa porque se había perdido.

No había bajado en la parada oportuna y llegó hasta el final.

Tuvo suerte y le indicaron como volver a casa.

Mi padre se enfadó mucho con ella.

¡En que pensaba!.

Intenté rebajar el reproche, ¡Todos nos despistamos!.

A partir de ahí, en escasas semanas, dijo que ya no quería cocinar más, se despertaba de noche y durante el día dormía en el sofá.

Toda una suerte de excéntricos cambios que me llevó a tomar cartas en el asunto y con la desaprobación de ella misma, empecé el calvario que supone el diagnóstico de una enfermedad como esta, en tiempos de recortes sanitarios.

El mismo neurólogo dijo que la evolución del Alzheimer en mi madre, era galopante.

Cada paciente es diferente, pero en su caso, la cosa iba deprisa.

Mi padre aprendió a cocinar (bueno a usar el microondas) y empezó a cuidar de mi madre, hasta que ella se rompió la cadera y acabó en una silla de ruedas, la misma que ahora utiliza.

Mi madre es mayor, lo sé, y por lo tanto sabía que nos tenía que dejar.

Nunca sospeché que pudiera ser de esta manera.

El Alzheimer en mi madre ha actuado como un parásito alienígena que le ha ido devorando desde el cerebro hasta el propio cuerpo.

Primero la memoria, luego el carácter, ahora le consume físicamente dejando solo hueso y pellejo.

Dejó de conocer a su marido e hijos.

Dejó de saber dónde están sus piernas.

Perdió sus buenas maneras y en ocasiones esporádicas, la violencia vence a la ternura que con sus ojos regalaba.

Mi padre va a verla varias veces por semana.

Mi hermano y yo cuanto podemos.

Suelo ir los sábados por la mañana para poder pasearla un rato por las calles tranquilas del barrio de gracia, aunque ahora ya le da miedo salir de la residencia dónde está con otros compañeros de viaje.

No menos de tres horas tardo cada vez en sacudirme de la mente los reproches a la vida y a ese dios que muchos tildan de justo, a mí mismo por no poder hacer nada, e incluso a ella, por no oponer más resistencia a esa invasión.

Al final consigo volver a descubrir que el Alzheimer no es ni más ni menos que una terrible enfermedad que nos enfrenta a nuestro miedo más atávico.

Dejar de ser uno mismo y olvidar toda una vida…

 

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